La sangre es vital para todos los animales complejos. La cantidad de sangre en un cuerpo humano no es muy grande, siendo, por lo general, de algo menos de seis litros para una persona de 70 kilos de peso.
El corazón mantiene la sangre moviéndose constantemente a través del organismo, para que ésta pueda llevar a cabo funciones esenciales para la vida.
La sangre es el vehículo de las sustancias que intervienen en los procesos metabólicos. Incorpora los productos derivados de la digestión de los alimentos transporta los compuestos útiles elaborados por las células de los diversos tejidos y conduce a los órganos excretores los materiales nocivos resultantes de la desasimilación. Además, fija y acarrea el oxigeno del aire respirado, distribuyéndolo por todo el cuerpo.
Examinando una gota de sangre al microscopio, extendida en delgada capa sobre una lámina de vidrio, se advierte la presencia de numerosísimas células inconexas, dispuestas como al azar. La sangre consta de una parte líquida el plasma, y de otra sólida, compuesta por las referidas células libres que se hallan en suspensión y son arrastradas por el líquido circulante. Representan, aproximadamente, el 40 por 100 del volumen total.
Si teñimos la preparación con colorantes adecuados las células destacan más y se aprecian mejor ciertas diferencias entre las mismas. En la sangre de los mamíferos gran mayoría de ellas carecen de núcleo; son los glóbulos rojos, también llamados hematíes o eritrocitos. Individualmente son casi incoloros, dada su pequeñez, y adquieren color rojo vivo cuando se hallan agrupados en grandes masas, en virtud de un pigmento que poseen, la hemoglobina, destinada a fijar el oxígeno de la respiración. Su forma es discoidal o, mejor dicho, parecida a la de una lente bicóncava con un borde circular grueso.
Los hematíes humanos miden entre cinco y ocho milésimas de milímetro de diámetro. Su número promedio es de casi cinco millones y medio por milímetro cúbico en el varón y un poco inferior a los cinco millones en la hembra. Se calcula que una persona sana, con estatura y peso medianos, alberga una población de unos treinta millones de hematíes en los seis litros escasos de sangre que posee por término medio. Es de advertir que los glóbulos rojos se van destruyendo constantemente y su renovación corre a cargo de ciertas células en división muy activa, que se encuentra en la médula roja de los huesos largos. Pasan a la sangre, circulan con ella durante unos pocos días y se desintegran luego, siendo sucesivamente sustituidos por otros recién formados. Se trata de células especializadas para el transporte de oxigeno, en lo que no influye la presencia o carencia de núcleo; lo esencial es que contenga la hemoglobina capaz de fijarlo.
Si, por cualquier causa, disminuye mucho la proporción normal de los hematíes se presenta el cuadro clínico conocido con el nombre de anemia. Entonces la médula ósea reacciona automáticamente, liberando nuevas células con mayor rapidez que de ordinario y el equilibrio alterado tiende a restablecerse. Así ocurre cuando se ha perdido sangre por una herida y también si se destruyen demasiados glóbulos rojos en un tiempo dado. En tales casos se desprenden de la médula elementos celulares, aún jóvenes, que pasan a la circulación antes de haber eliminado el núcleo. El médico conoce bien estos corpúsculos, y por ellos aprecia tanto la reacción del organismo como la importancia de la enfermedad. De manera semejante se activa la producción de hematíes al disminuir la tensión del oxigeno en el aire inspirado, como acontece en las grandes altitudes: en la alta montaña se movilizan más glóbulos rojos para fijar este gas en cantidades suficientes, y la consecuencia es un aumento de aquéllos en la sangre.